domingo, 12 de agosto de 2018

Inmigración: problema o solución


El economista Ryan Avent, en su libro la ‘Riqueza de los Humanos’, nos recuerda que el mundo rico transfiere capital social con enorme dificultad a economías en desarrollo, pese al esfuerzo concertado realizado por los países ricos, organizaciones internacionales y entidades benéficas. Sin embargo, transferir a las personas es más fácil. Basta dejarles que se desplacen a esas sociedades y participen plenamente de su vida social y económica. Una idea a la que la mayoría de las economías avanzadas se oponen. La cuestión es cuántos inmigrantes de las economías más pobres pueden acoger en el siglo XXI. Una cuestión ética y moral que entronca con el principio de solidaridad. A efectos prácticos muchos ciudadanos ricos piensan que los pobres aprenderán a ser ricos por sí mismos, un posicionamiento egoísta que de materializarse condena a un proceso muy lento y doloroso a generaciones a seguir siendo pobres.

Europa vive en estos días en plena crisis migratoria. La presión del continente africano se hace sentir con fuerza ante la situación extrema de sus condiciones de vidas en las que vive su población y el reclamo mediático del edén en el que para ellos representa el mundo occidental. España se encuentra en una de las tres rutas principales de acceso al continente europeo. Mucho más importante en el momento actual ante el cierre de las dos otras rutas alternativas del Mediterráneo por Grecia e Italia. Máxime cuando el nuevo Gobierno de España ha dado muestras de sensibilidad con el problema en sus distintas manifestaciones y lo ha situado en la agenda política de sus relaciones con Europa. Prueba de ello es la visita este último fin de semana de la canciller  alemana, Ángela Merkel, o la cumbre que se celebrará el próximo día 20 en Salzburgo para definir una política común sobre la inmigración, al objeto de que cada país actúe por libre, como ocurre en el momento actual.

España ha sido un país de emigrantes. Los españoles, a lo largo de la historia, han salido a buscarse el pan a América, Norte de África y Europa, en especial a Alemania y Francia en el último siglo. Sus remesas han contribuido a reactivar económicamente el país y, lo que es más importante, a importar Capital Social para reactivar y modernizar culturalmente una sociedad atrasada. A pesar de ello son muchos los españoles que no aceptan de buen grado compartir su territorio y bienestar con otros ciudadanos venidos de otros lares de diferentes culturas e incluso etnias. No es que la sociedad española sea xenófoba, pero el egoísmo humano es así, y curiosamente se manifiesta con más intensidad entre los residentes asentados en los países más ricos de Europa. En España el mayor rechazo se produce en los extremos. La gente más humilde es la que más amenazada se siente con los inmigrantes, al competir con ellos en muchos casos en el acceso a puestos de trabajo y en la generación de tensión sobre los salarios, por lo general a la baja; pero también en las clases medias-altas y altas. Quizás porque sienten con su presencia una amenaza a la seguridad ciudadana y al riesgo de quiebra de lo que representan sus valores tradicionales. Situación que responde en la mayoría de los casos a prejuicios culturales.   

España tiene una de las puertas de entrada de los inmigrantes subsaharianos, pero la ordenación del problema es de todos los países de Europa. La riqueza de cada país determina su capacidad de atracción, aunque la frontera se encuentre a muchos kilómetros de distancia. Se puede entrar por Algeciras y al cabo de tres días estar en Dinamarca o Alemania, salvo que se eliminase la libre circulación de personas en el continente europeo que tantos beneficios ha contribuido a crear con la generación de comercio y enriquecimiento del capital humano. Alemania lo ha entendido perfectamente. Es el momento de ordenar y contar con una política de emigración común en la Unión Europea en sus diferentes manifestaciones. Europa no puede absorber a futuro el enorme crecimiento vegetativo de la población que tiene el continente africano. Es urgente cuanto antes desplegar un Plan Marshall en los países que cuyo mercado de trabajo no es capaz de absorber la población emergente y controlar y ordenar la inmigración en los países de transición entre los continentes. Para ello hay que dotarles de medios suficientes y garantizar la seguridad jurídica en la inmigración. El populismo, bien sea de Estado o de oportunismo político, lejos de contribuir a solucionar el problema puede generar tensiones sociales de alto riesgo. La inmigración requiere un pacto de Estado que integre las posiciones supranacionales.

La otra cara de la inmigración es su contribución a solventar el declive demográfico de amplias zonas de España y la falta de mano de obra, a lo que se une la garantía de financiación de las pensiones en el marco del Estado del Bienestar. En la próxima década España va a necesitar 1,5 millones de inmigrantes para cubrir su déficit de población activa y el envejecimiento de la población. Castilla y León es paradigmática en este sentido. No revertirá su situación demográfica si no atrae 200.000 inmigrantes. Hoy Castilla y León, según se desprende de datos objetivos, pero también según me cuentan algunos empresarios, tienen enormes dificultades para cubrir puestos de trabajo poco cualificados, que rechazan los nativos, y los más sofisticados técnicamente, debido al éxodo juvenil. Así las cosas, hoy hay 7.000 empadronados extranjeros menos que hace un año, y el 5,8 por ciento de los afiliados a la Seguridad Social en Castilla y León son extranjeros, situándose la provincia de Segovia a la cabeza con un 12,2, pero muy lejos del porcentaje que llegó a alcanzar en 2008.

La inmigración puede constituir un gran problema, pero también la solución al declive demográfico y envejecimiento de la población. Sólo dependerá de cómo orientemos la política migratoria.







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