El odio es la
antítesis de la acción política. Si algo requiere la política es diálogo,
entendimiento, tolerancia y respeto a los demás. Recuerdo que en la preparación
de uno de mis primeros encuentros políticos con los ciudadanos, siendo muy
joven, comenté a Juan Muñoz, diputado del PSOE por Segovia en aquellos años,
con quien compartía el encuentro, con mucha satisfacción y pasión el contenido
de mi discurso. Un discurso repleto de descalificaciones y juicios de
valor hacia la derecha. Una visión muy emocional. A Juan no
le faltó tiempo para espetarme “galán, no tienes ni puta idea”. Me explicó que
una cuestión era discrepar y otra descalificar. Y menos despreciar a los demás
porque pensaran de forma diferente a nosotros. Es más, me llegó a pedir que
hiciese un esfuerzo de respeto para buscar los puntos de encuentro. Una gran
lección que nunca olvidaré y siempre que he podido la he practicado.
Hoy la política
está más contaminada que nunca. De los sentimientos se hace un asunto de fe, de
dogmas y se persigue al disidente. El espíritu que presidió la Transición de
cesión, acuerdo, pacto… todo eso se ha terminado. Tengo la sensación de que
estamos volviendo al espíritu de la rancia España, y al odio entre los contrincantes
políticos, como en los años 30. Todo lo contrario de lo que necesitamos: una
actuación política con respeto a las instituciones y al oponente fundamentada
en costumbres democráticas que puedan adquirirse a través de la educación
fundamentada en los valores republicanos. La filósofa alemana Hannah Arendt ya
nos recordó que la política no es un asunto de individuos aislados, sino de la
sociedad humana que requiere de la organización, cooperación y respeto mutuo de
sus integrantes para alcanzar la metas de bienestar colectivas e
individuales.
La discrepancia y
el conflicto son elementos esenciales de la política. Lo que diferencia a los
populistas de los pluralistas es la manera de entender la confrontación, de
aceptar o no la legitimidad del adversario. Es difícil de entender que el
responsable de una opción política cuando asume el cargo, como ha ocurrido esta
última semana en mi circunscripción, se marque como reto “seguir manteniendo la
movilización y el conflicto social”. El odio fruto del conflicto buscado no
puede ser la guía nunca de la acción política. Es un desprecio a los
ciudadanos. El populismo puede utilizar un discurso que disfraza el verdadero
problema y señala al otro como enemigo, pero no lleva a ninguna parte. No sólo
no aporta soluciones, sino que antes o después genera frustración y genera
descrédito en la política y los políticos. Es la antipolítica.
La política del
odio presenta múltiples manifestaciones en la acción política. El discurso del
odio ha tomado relevancia en los últimos años. Los discursos de culpa, odio y
miedo, la retórica del “nosotros contra ellos” y la política de la demonización
han alcanzado una relevancia no vista desde los años 30. Discursos falaces,
demagogia y el discurso del odio han permitido, por ejemplo, a Donald Trump
ganar la Presidencia en EEUU. Estas prácticas suelen producir hartazgo en la
ciudadanía y pérdida de credibilidad en poco tiempo. Debieran ser rechazables
vengan de donde vengan, PSOE, PP o cualquier otro partido. Sin embargo, se ha
convertido en la práctica común de la mayoría de las fuerzas políticas. Un
nuevo concepto de la política que se aleja de la búsqueda de soluciones para
los problemas de los ciudadanos. Una política basada en golpes de efecto para
satanizar al contrario y persuadir de la superioridad de su opción
política.
El discurso del
odio entre los partidos políticos se ve complementado en muchos casos por la
falta de luz de algunos medios dispuestos a chantajear y jugar de parte, aunque
eso vaya en detrimento del derecho a la información veraz y de la propia
profesionalidad de quienes escribe, más preocupado por mantener su puesto de
trabajo y agradar a la editora, que por contribuir con su buen hacer al
prestigio del medio y la mejora de su cuenta de resultados. A ellos se unen los
“hooligans” de diferentes bandos políticos que con sus comentarios en los
medios, bien escritos o a través de tertulias, nos demuestran día a día estar
en posesión de la verdad absoluta y ser capaces de despreciar a todo aquel que
no piense como ellos. Incluso ocultando su opinión bajo la firma de un
seudónimo como acto de valentía y consistencia de su pensamiento.
El odio en
política es mal compañero de viaje. No atravesamos por el mejor momento, pero
como en cualquier otro ciclo las aguas volverán a su cauce y el discurso y las
políticas del odio en la acción política volverán a ser rechazadas y
despreciadas en favor de la política de altas miras.
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