El populismo como forma de acción política está de
moda. El reciente triunfo de Trump en EEUU abre la puerta de la esperanza a una
futura victoria en Europa de movimientos populistas, como es el caso del Frente Nacional de Le Pen en Francia; el
UKIP de Farage, en Reino Unido; o Podemos de Pablo Manuel Iglesias, en
España. La bandera populista es el factor común denominador a todos estos
partidos liderados por populistas
demagogos que aspiran a alcanzar el poder en su país al coste que sea.
No hay un populismo
de izquierdas como reivindica Podemos; ni de derechas. El politólogo Andreas
Schedler define el populismo como, una
ideología basada en la confrontación entre un pueblo virtuoso y una élite
corrupta o viciada. La casuística pone de manifiesto que todos los
populismos presentan pautas comunes de actuación.
Al frente de un movimiento populista suele situarse
una persona de ambición desmedida, con alto ego y sin escrúpulos hacia las
actitudes demagógicas. Por lo general, la televisión ha contribuido a
convertirles en celebridades de alta notoriedad. A partir de ahí inoculan su
mensaje, que no es otro que el de “buenos”, que se corresponde con su posición;
y el de “malos”, la contraria.
Para que el encaje sea perfecto se necesita una fuerza
conspiradora –los poderosos, o algo similar- que trabaja por detrás para hundir
a los buenos. Y todo ello aderezado por un discurso épico, repleto de
emociones, insultos, descalificaciones… que pueda entrometerse en los
sentimientos más íntimos de las personas y desprestigiar las instituciones.
El populismo comparte por lo general tres sustratos
comunes: la base popular de aquéllos que se encuentran en un momento difícil y
de desesperación, como consecuencia de la crisis o cualquier otra situación; el
odio y rechazo contra el poder establecido; y la pérdida de la identidad
nacional ante el proceso de globalización, al menos este último en los
populismos de derechas. Sobre estos factores se instrumentaliza esa identidad
de pueblo virtuoso a la que se refería Schedler. Las ideas no abundan y lo
importante es utilizar y dar cauce a las pasiones sobre la base del odio a las
instituciones y al establishment.
En los movimientos populistas, el líder aspira a
interpretar la voluntad del pueblo de forma inmediata, sin intermediación de
institución alguna. La superficialidad y la demagogia, unidas a la exaltación
del ego y la grandeza, constituyen su mejor simiente para crear un gran
entusiasmo a corto plazo, y grandes frustraciones personales y políticas a
medio y largo. La bandera del populismo es letal para los intereses del pueblo
e incluso para las propias personas, como hemos podido comprobar en el devenir
histórico.
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