La crisis
catalana y la última crisis económica han puesto de manifiesto que tenemos un
estado democrático mucho más débil de lo que pensábamos. Se ha hecho y se hace
poco Estado en España. La Constitución española del 78 nos ha dotado de un
Estado social y democrático de Derecho a la vanguardia de los estados modernos,
en la que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los
poderes del Estado. Sin embargo, y si echamos un vistazo retroactivo desde la
Transición hasta el momento actual, los gobiernos que han dirigido el Estado
quizás no hayan puesto toda la intensidad en las políticas estructurales que
potencian y salvaguardan los principios y valores que consolidan el Estado; y
se ha puesto más énfasis en las políticas coyunturales del día a día en que los
gobiernos de cada momento han intentado persuadir a la población de su gestión
y de la superioridad de su oferta política. La oposición, por lo general, se ha
centrado en devaluar la acción de gobierno, actuando al margen de las políticas
estructurales de Estado, cuya defensa ha caído en el limbo del olvido. Esta
debilidad del Estado ha sido aprovechada por los nacionalismos territoriales
para avanzar en sus pretensiones a la vez que despreciar y desprestigiar el
Estado. A los nacionalistas radicales se ha unido recientemente el fervor
antisistema del populismo ferviente de nuevo cuño. Esa falta de visión de Estado ahora lo estamos pagando con
creces.
El Estado debe
ser la institución que mejor contribuya a garantizar la cohesión social, la
solidaridad y el bienestar de todos los ciudadanos que viven en el territorio
español. El Estado es el mejor garante de esos derechos y libertades por igual,
que asisten a todos los ciudadanos de nuestro país, sean madrileños, catalanes
o extremeños. Así lo contempla la Constitución del 78, y así se debiera
preservar por todas las instituciones y estructuras del Estado, bien sean
centrales, autonómicas, locales o transversales. El Gobierno central ha de
actuar de ariete en esta política, dotándose de medios suficientes,
convenientemente equilibrados y distribuidos por cada territorio, y el poder
legislativo y judicial han de ejercer las funciones de control del ejecutivo e
interpretación legislativa, respectivamente orientadas a tal fin.
Un Estado fuerte
es para los ciudadanos el mejor referente de pertenencia a una determinada
comunidad. Sorprende ver cómo el pueblo americano, a pesar de su diversidad, y
de formar parte de un Estado federal en el que se integran 50 Estados de muy
diferentes características, se presenta ante el mundo como un sólo país en que
sus habitantes se sienten orgullosos de pertenecer a él. La bandera y el himno
constituyen los símbolos de esa unidad y orgullo. Son para ellos un referente
no sólo en su tierra sino también fuera de ella. En Europa en la mayor parte de
los pueblos que lo integran se reproduce también esa situación, a pesar de
todos los acontecimientos y avatares de la historia, aún muy recientes: en la
última centuria se han vivido dos grandes guerras. Sin embargo, los españoles
hemos venido despreciando, sistemáticamente de forma creciente desde la
Transición hasta hoy, nuestros símbolos de unidad y orgullo. Nos queremos
diferenciar con las enseñas territoriales de nuevo cuño y pitamos masivamente
el himno cuando se entona en los partidos de la selección española. Un himno
sin letra y una bandera que algunas instituciones se atreven a ocultar. Todo
ello constituye el mejor reflejo de la falta de una identidad sólida de Estado
y de los complejos de muchos conciudadanos nuestros. Algo está fallando.
La fortaleza del
Estado es perfectamente compatible en nuestro país con el reconocimiento a la
diversidad de las regiones o nacionalidades, haciendo referencia a sus aspectos
diferenciales de orden cultural y lingüístico. Así debiera haber sido. Los
hechos ponen de manifiesto que la fortaleza de algunas Comunidades Autónomas se
ha construido intentando debilitar al Estado y asumiendo sus competencias de
forma egoísta y sin una visión de conjunto y solidaria de Estado. Hemos tenido
un Estado débil, visto con retrospectiva histórica ante los recientes hechos
acaecidos en Cataluña. Poco a poco los nacionalistas al frente de algunas
Comunidades Autónomas y sus representantes en el Parlamento nacional han ido
debilitando la presencia del Estado en su territorio, pervirtiendo así el
espíritu de la Constitución del 78, ésta que algunos denominan despectivamente
el “régimen”. Lo cierto, es que la Ley Orgánica de Funcionamiento de la
Administración General del Estado (LOFAGE) supuso un importante paso atrás en
cuanto a la presencia y fortaleza del Estado en las provincias. La Administración
periférica del Estado desapareció en términos reales, quedando reducida a un
papel meramente testimonial. Un triunfo de los nacionalistas del que poco a
poco se ha ido resintiendo la idea de pertenecía a un país común y los
importantes beneficios, especialmente de solidaridad, que se derivan de esas
políticas comunes. En mi etapa como subdelegado del Gobierno en Segovia pude
comprobar la importancia de hacer Estado en las provincias como elemento
esencial de cohesión social y solidaridad. La sola presencia de un referente
fuerte del Estado en cada provincia y sus símbolos es un factor clave para
fortalecer la identidad nacional. De ahí la necesidad de escenificarlos, algo
que algunos echamos de menos.
La Administración
General del Estado ha ido perdiendo más presencia de lo necesario en las
Comunidades Autónomas, como consecuencia de los acuerdos de transferencia de
diferentes gobiernos. En muchos casos como Cataluña, con un 9 por ciento de los
empleados públicos, o País Vasco, con un 11, su presencia es residual, y
reducida a aquellos ámbitos en los que no ha habido transferencia de
competencias -Seguridad Social, Extranjería o Hacienda-. Contrasta con
Andalucía, que dispone de un 20 por ciento. Esta pérdida de estructura se
traslada también a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, como se ha
puesto de manifiesto en estos días en Cataluña, o a la Administración militar.
La frivolidad ha estado presente en algunos momentos en la política autonómica.
Ahora hemos de aprender de los errores del pasado para no reproducirlos.
El hispanista y
profesor emérito de la Universidad de Wisconsin, Stanley George Payne afirma
que “el estado de las autonomías fue un gran error, porque tenía que haber sido
más firme en sus límites; su laxitud ha permitido el adoctrinamiento del
pensamiento único a través de las escuelas y los medios de comunicación
oficiales, y eso es lo que ha llevado a Cataluña a la situación actual”. Sin
compartir la afirmación de Payne, si hemos de reconocer que han faltado
políticas de Estado por parte de los gobiernos es las diferentes comunidades, y
en especial en aquéllas que han manifestado desde hace tiempo un comportamiento
centrífugo, han erosionado principios constitucionales y además se han
beneficiado del sistema electoral en beneficio propio. Otro factor importante
que hay que corregir para potenciar el Estado y con ello la cohesión social y
el bienestar de todos los españoles.
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