Cuando una
persona se acerca a la “acción política”, o a la militancia en un partido
político, son múltiples las razones a las que puede obedecer. Por lo general,
se fundamenta en las convicciones firmes de la persona que se identifican con
su ideario político, buscando una posición activa dentro de esa organización en
la que se siente representado. Se trata de una causa noble. En otros casos,
quien se acerca a la organización va buscando tejer su red de contactos, en la
creencia de que su nueva filiación le puede abrir puertas. Y en otras ocasiones
se aspira a alcanzar notoriedad, ante el deslumbramiento que produce la
presencia de muchos políticos en los medios de comunicación. La experiencia nos
dice que no siempre se traduce en realidad -en muchos casos- aquello a lo que
se aspira. Sin embargo, el nuevo militante casi nunca identifica a priori la
estrecha relación que tiene la política con la gestión. Bien porque acabe
teniendo una responsabilidad orgánica, bien porque ejerza responsabilidad en
alguna de las administraciones en las que ocupe un cargo electo o sea designado
para un puesto de responsabilidad. En estos casos, política y gestión van
estrechamente unidas de la mano. Y poner en marcha la acción política requiere
ante todo capacidades de gestión: liderazgo, conocimientos, equilibrio,
capacidad de trabajo en equipo, seguridad en sí mismo para la toma de
decisiones... Cualidades que no son siempre fáciles de desarrollar y que pueden
quebrar la acción política. Una vez metidos en la rueda son pocos los que
pueden llegar a ser conscientes de sus limitaciones, y renuncian a ir en listas
o asumir responsabilidades. Hay otros que no militan en ningún partido o si lo
hacen prefieren no saltar nunca al ruedo y participar en la vida pública desde
el anonimato, manifestando sus opiniones, criticando y apuntando lo que hay que
hacer sin dar nunca la cara. Todo mi respeto hacía ellos, pero desde su
trinchera ni hacen política, ni hacen gestión. Más bien reflejan su
personalidad en esa actitud.
Peter Drucker
define en uno de sus tratados la “superficialidad” como el cáncer capital de la
gestión. Una virtud que está presente tanto en el mundo de la empresa, de la
Administración o de las organizaciones políticas. No acercarse adecuadamente a
los problemas, canalizarlos, no estudiarlos ni prever las consecuencias de la
toma de decisiones está en el origen de errores que al final acabamos pagando
todos los ciudadanos. Desde hace tiempo en la acción política la frivolidad y
la superficialidad han ganado peso en todos los partidos políticos sin
excepción. Se valora más a un político por su simpatía y su cercanía que por su
capacidad y preparación para dar respuesta a los problemas que se presentan día
a día en su negociado. Se ha perdido rigor y el arribismo se ha implantado
culturalmente en muchas organizaciones, es especial cuando los resultados a
corto plazo no tienen reflejo en la cuenta de explotación o el bolsillo de los
ciudadanos. Como dice un buen amigo mío: hoy para muchos prima la “política al
peso”. Salir en los medios con lo que sea y como sea, más allá de plantear
propuestas para los problemas concretos, y no molestar con nada ni a nadie. Y
lo malo es que se lo compran.
Política y
gestión van inexorablemente unidos y convergen en el servicio público. La
política define las grandes líneas de acción que, de llevarse a término, se han
de concretar en programas concretos y factibles de gestión. Sin una no hay
otra, y al revés. La política para muchos ciudadanos es lo que se vende, y
ellos compran. La gestión es la acción real. Sus actuaciones son visualizadas
por el ciudadano y los vecinos día a día. La política es de largo alcance, lo
que permite a sus mentores gestionar ilusiones y emociones que son difíciles de
predecir y concretar en el tiempo, lo que en muchas ocasiones se traduce en
descrédito y desilusión, siempre que la efímera memoria permita abarcar el
alcance de lo prometido, lo que no suele ocurrir. La gestión debiera constituir
el principal indicador de aceptación de las políticas y los políticos en el
desarrollo de sus líneas ideológicas. La realidad es muy distinta.
La acción
política se apoya en tres pilares básicos: el liderazgo, la existencia de un
proyecto político y la capacidad de gestión. En el momento que uno de ellos
flaquea el barco antes o después se acaba hundiendo; mucho más si el fallo
tiene mayor amplitud. La falta de liderazgo de liderazgo constituye el motor de
cualquier acción. La desconfianza, la inseguridad o el miedo en la toma de
decisiones son factores que inciden en la capacidad de gestión, al que se suele
unir la tendencia a rodearse de muchos amigos fieles que no aportan nada, o no
se les deja aportar, pero proporcionan confortabilidad personal. Una forma de
alejarse poco a poco del objetivo, que no es
otro que situar a los ciudadanos en el núcleo de cualquier acción,
frente a la orientación pura y dura hacia lo orgánico para garantizarse el
puesto y la reelección. En política el ciudadano es siempre el primero y la
gestión la herramienta instrumental para desarrollar la acción política y darla
valor orientándola hacia su auténtica razón de ser: el bienestar de los
ciudadanos.
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