sábado, 18 de agosto de 2018

Gestión y política


Cuando una persona se acerca a la “acción política”, o a la militancia en un partido político, son múltiples las razones a las que puede obedecer. Por lo general, se fundamenta en las convicciones firmes de la persona que se identifican con su ideario político, buscando una posición activa dentro de esa organización en la que se siente representado. Se trata de una causa noble. En otros casos, quien se acerca a la organización va buscando tejer su red de contactos, en la creencia de que su nueva filiación le puede abrir puertas. Y en otras ocasiones se aspira a alcanzar notoriedad, ante el deslumbramiento que produce la presencia de muchos políticos en los medios de comunicación. La experiencia nos dice que no siempre se traduce en realidad -en muchos casos- aquello a lo que se aspira. Sin embargo, el nuevo militante casi nunca identifica a priori la estrecha relación que tiene la política con la gestión. Bien porque acabe teniendo una responsabilidad orgánica, bien porque ejerza responsabilidad en alguna de las administraciones en las que ocupe un cargo electo o sea designado para un puesto de responsabilidad. En estos casos, política y gestión van estrechamente unidas de la mano. Y poner en marcha la acción política requiere ante todo capacidades de gestión: liderazgo, conocimientos, equilibrio, capacidad de trabajo en equipo, seguridad en sí mismo para la toma de decisiones... Cualidades que no son siempre fáciles de desarrollar y que pueden quebrar la acción política. Una vez metidos en la rueda son pocos los que pueden llegar a ser conscientes de sus limitaciones, y renuncian a ir en listas o asumir responsabilidades. Hay otros que no militan en ningún partido o si lo hacen prefieren no saltar nunca al ruedo y participar en la vida pública desde el anonimato, manifestando sus opiniones, criticando y apuntando lo que hay que hacer sin dar nunca la cara. Todo mi respeto hacía ellos, pero desde su trinchera ni hacen política, ni hacen gestión. Más bien reflejan su personalidad en esa actitud.

Peter Drucker define en uno de sus tratados la “superficialidad” como el cáncer capital de la gestión. Una virtud que está presente tanto en el mundo de la empresa, de la Administración o de las organizaciones políticas. No acercarse adecuadamente a los problemas, canalizarlos, no estudiarlos ni prever las consecuencias de la toma de decisiones está en el origen de errores que al final acabamos pagando todos los ciudadanos. Desde hace tiempo en la acción política la frivolidad y la superficialidad han ganado peso en todos los partidos políticos sin excepción. Se valora más a un político por su simpatía y su cercanía que por su capacidad y preparación para dar respuesta a los problemas que se presentan día a día en su negociado. Se ha perdido rigor y el arribismo se ha implantado culturalmente en muchas organizaciones, es especial cuando los resultados a corto plazo no tienen reflejo en la cuenta de explotación o el bolsillo de los ciudadanos. Como dice un buen amigo mío: hoy para muchos prima la “política al peso”. Salir en los medios con lo que sea y como sea, más allá de plantear propuestas para los problemas concretos, y no molestar con nada ni a nadie. Y lo malo es que se lo compran.  

Política y gestión van inexorablemente unidos y convergen en el servicio público. La política define las grandes líneas de acción que, de llevarse a término, se han de concretar en programas concretos y factibles de gestión. Sin una no hay otra, y al revés. La política para muchos ciudadanos es lo que se vende, y ellos compran. La gestión es la acción real. Sus actuaciones son visualizadas por el ciudadano y los vecinos día a día. La política es de largo alcance, lo que permite a sus mentores gestionar ilusiones y emociones que son difíciles de predecir y concretar en el tiempo, lo que en muchas ocasiones se traduce en descrédito y desilusión, siempre que la efímera memoria permita abarcar el alcance de lo prometido, lo que no suele ocurrir. La gestión debiera constituir el principal indicador de aceptación de las políticas y los políticos en el desarrollo de sus líneas ideológicas. La realidad es muy distinta.

La acción política se apoya en tres pilares básicos: el liderazgo, la existencia de un proyecto político y la capacidad de gestión. En el momento que uno de ellos flaquea el barco antes o después se acaba hundiendo; mucho más si el fallo tiene mayor amplitud. La falta de liderazgo de liderazgo constituye el motor de cualquier acción. La desconfianza, la inseguridad o el miedo en la toma de decisiones son factores que inciden en la capacidad de gestión, al que se suele unir la tendencia a rodearse de muchos amigos fieles que no aportan nada, o no se les deja aportar, pero proporcionan confortabilidad personal. Una forma de alejarse poco a poco del objetivo, que no es  otro que situar a los ciudadanos en el núcleo de cualquier acción, frente a la orientación pura y dura hacia lo orgánico para garantizarse el puesto y la reelección. En política el ciudadano es siempre el primero y la gestión la herramienta instrumental para desarrollar la acción política y darla valor orientándola hacia su auténtica razón de ser: el bienestar de los ciudadanos.

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