El economista
Ryan Avent, en su libro la ‘Riqueza de los Humanos’, nos recuerda que el mundo
rico transfiere capital social con enorme dificultad a economías en desarrollo,
pese al esfuerzo concertado realizado por los países ricos, organizaciones
internacionales y entidades benéficas. Sin embargo, transferir a las personas
es más fácil. Basta dejarles que se desplacen a esas sociedades y participen
plenamente de su vida social y económica. Una idea a la que la mayoría de las
economías avanzadas se oponen. La cuestión es cuántos inmigrantes de las
economías más pobres pueden acoger en el siglo XXI. Una cuestión ética y moral
que entronca con el principio de solidaridad. A efectos prácticos muchos
ciudadanos ricos piensan que los pobres aprenderán a ser ricos por sí mismos,
un posicionamiento egoísta que de materializarse condena a un proceso muy lento
y doloroso a generaciones a seguir siendo pobres.
Europa vive en
estos días en plena crisis migratoria. La presión del continente
africano se hace sentir con fuerza ante la situación extrema de sus condiciones de
vidas en las que vive su población y el reclamo mediático del edén en el que
para ellos representa el mundo occidental. España se encuentra en una de las tres rutas
principales de acceso al continente europeo. Mucho más importante en el momento
actual ante el cierre de las dos otras rutas alternativas del Mediterráneo por
Grecia e Italia. Máxime cuando el nuevo Gobierno de España ha dado muestras de
sensibilidad con el problema en sus distintas manifestaciones y lo ha situado
en la agenda política de sus relaciones con Europa. Prueba de ello es la visita
este último fin de semana de la canciller alemana, Ángela Merkel, o la cumbre que se
celebrará el próximo día 20 en Salzburgo para definir una política común sobre
la inmigración, al objeto de que cada país actúe por libre, como ocurre en el
momento actual.
España ha sido un
país de emigrantes. Los españoles, a lo largo de la historia, han salido a
buscarse el pan a América, Norte de África y Europa, en especial a Alemania y
Francia en el último siglo. Sus remesas han contribuido a reactivar
económicamente el país y, lo que es más importante, a importar Capital Social
para reactivar y modernizar culturalmente una sociedad atrasada. A pesar de
ello son muchos los españoles que no aceptan de buen grado compartir su
territorio y bienestar con otros ciudadanos venidos de otros lares de diferentes
culturas e incluso etnias. No es que la sociedad española sea xenófoba, pero el
egoísmo humano es así, y curiosamente se manifiesta con más intensidad entre
los residentes asentados en los países más ricos de Europa. En España el mayor
rechazo se produce en los extremos. La gente más humilde es la que más
amenazada se siente con los inmigrantes, al competir con ellos en muchos casos
en el acceso a puestos de trabajo y en la generación de tensión sobre los
salarios, por lo general a la baja; pero también en las clases medias-altas y
altas. Quizás porque sienten con su presencia una amenaza a la seguridad
ciudadana y al riesgo de quiebra de lo que representan sus valores
tradicionales. Situación que responde en la mayoría de los casos a prejuicios
culturales.
España tiene una
de las puertas de entrada de los inmigrantes subsaharianos, pero la ordenación
del problema es de todos los países de Europa. La riqueza de cada país
determina su capacidad de atracción, aunque la frontera se encuentre a muchos
kilómetros de distancia. Se puede entrar por Algeciras y al cabo de tres días
estar en Dinamarca o Alemania, salvo que se eliminase la libre circulación de
personas en el continente europeo que tantos beneficios ha contribuido a crear
con la generación de comercio y enriquecimiento del capital humano. Alemania lo
ha entendido perfectamente. Es el momento de ordenar y contar con una política
de emigración común en la Unión Europea en sus diferentes manifestaciones.
Europa no puede absorber a futuro el enorme crecimiento vegetativo de la
población que tiene el continente africano. Es urgente cuanto antes desplegar
un Plan Marshall en los países que cuyo mercado de trabajo no es capaz de
absorber la población emergente y controlar y ordenar la inmigración en los
países de transición entre los continentes. Para ello hay que dotarles de medios
suficientes y garantizar la seguridad jurídica en la inmigración. El populismo,
bien sea de Estado o de oportunismo político, lejos de contribuir a solucionar
el problema puede generar tensiones sociales de alto riesgo. La inmigración
requiere un pacto de Estado que integre las posiciones supranacionales.
La otra cara de
la inmigración es su contribución a solventar el declive demográfico de amplias
zonas de España y la falta de mano de obra, a lo que se une la garantía de
financiación de las pensiones en el marco del Estado del Bienestar. En la
próxima década España va a necesitar 1,5 millones de inmigrantes para cubrir su
déficit de población activa y el envejecimiento de la población. Castilla y
León es paradigmática en este sentido. No revertirá su situación demográfica si
no atrae 200.000 inmigrantes. Hoy Castilla y León, según se desprende de datos
objetivos, pero también según me cuentan algunos empresarios, tienen enormes
dificultades para cubrir puestos de trabajo poco cualificados, que rechazan los
nativos, y los más sofisticados técnicamente, debido al éxodo juvenil. Así las
cosas, hoy hay 7.000 empadronados extranjeros menos que hace un año, y el 5,8
por ciento de los afiliados a la Seguridad Social en Castilla y León son
extranjeros, situándose la provincia de Segovia a la cabeza con un 12,2, pero
muy lejos del porcentaje que llegó a alcanzar en 2008.
La inmigración
puede constituir un gran problema, pero también la solución al declive
demográfico y envejecimiento de la población. Sólo dependerá de cómo orientemos
la política migratoria.
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