Creo que nadie duda de los dotes de Esperanza Aguirre en materia de seducción. Al menos para sus seguidores. Tampoco para
convertir la necesidad en virtud; o presentar ante la opinión pública lo malo
como bueno, o lo bueno como malo, según le interese. Para ello no ha tenido
ningún problema en “vestir las ideas menores con las palabras mayores”, como definía
Abraham Lincoln la demagogia. Arte que la actual presidenta del PP en Madrid
domina a la perfección, como hemos podido comprobar estos días con el “affaire
Granados”.
Granados es uno más de la amplia colección de cargos
públicos nombrados y seleccionados por Esperanza que han contribuido a quebrar
la esperanza de los madrileños y los españoles en la política y en los
políticos. Todos ellos una panda de desaprensivos y otras cosas que jamás
debieran haber tenido el honor de ocupar cargos de alta responsabilidad en la
Administración.
López Viejo, Martín Vasco - consejeros de sus
gobiernos-, González Panero y Ortega, ambos alcaldes de Boadilla y Majadahonda,
respectivamente, han abierto cuentas en Suiza posiblemente para ocultar sus
desfalcos. Esperanza sin ningún rubor ahora les descalifica, pero fue ella
quien les nombró o dio el visto bueno a sus candidaturas. Lo mismo ocurre con
el actual presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, o el que fue
alcalde de Pozuelo de Alarcón, el Sr. Sepúlveda, envueltos en sonados
escándalos de corrupción. Todos ellos llevan la marca de Esperanza. Y, como
premio, a Aguirre se la ha situado al frente de la selección de personal en una
gran empresa. Su éxito está garantizado, y si por alguna circunstancia
fracasasen no duden en que se desmarcará.
Pero la marca de Esperanza es mucho más amplia. Accedió a la Presidencia de la Comunidad de
Madrid en más que extrañas circunstancias. Y su acción de gobierno no ha sido
menos controvertida. Llegó con la promesa populista para ganar votos de
construir siete hospitales, y la cumplió. Los efectos no se han hecho esperar
mucho, más cuando la crisis económica ha manifestado sus peores efectos. Seis
de los siete hospitales en la Comunidad de Madrid están operativos. El de
Collado Villalba está terminado pero se mantiene cerrado, aunque la empresa
concesionaria que lo construyó recibe sus retornos. Aquella decisión ha
conducido a que gran parte de los grandes hospitales de Madrid estén a un 60 o
70 por ciento en el rendimiento de su capacidad instalada, pero manteniendo sus
gastos fijos –los de personal-.
Una decisión poco meditada que ha servido a su vez para
intentar ensayar el experimento de la gestión privada con el objetivo de
reducir los costes asociados al personal como consecuencia de unos menores
salarios y de dar negocios seguros a las empresas amigas. Esas en las que
después se colocan los exconsejeros de Sanidad de la Comunidad de Madrid. En
definitiva, despilfarro.
Esperanza ha sido adalid en políticas neoliberales y
en populismo. Ha competido por ser la “más de la más”. Siempre ha abogado por
la no intervención del Estado y por la hegemonía de la iniciativa privada, con
independencia del estado de bienestar de las personas. Lo que no le ha impedido
el intervencionismo puro en la Administración. Las obras para los cercanos y la
manipulación de Telemadrid y de la radio autonómica sin ningún escrúpulo. Y
todo así…
La mejor esperanza para España y los madrileños es
que Esperanza abandone de verdad la vida política. Su herencia no puede ser más
nefasta. La corrupción, el despilfarro, la manipulación y la falta de
sensibilidad hacia las personas forman parte de sus señas de identidad. Su
marca no puede ser peor. A la vista están los hechos.
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