Hace casi un año,
uno de mis habituales artículos semanales concluía de la siguiente manera: Les tengo que reconocer que sufro mucho en
el hemiciclo cuando veo a esa gente, que además se autotitula de izquierda,
escenificando en cada sesión una sátira para que hablen de ellos, a la vez que
hacen el 'caldo gordo' a la derecha. Tengo que confesarles que después del
26J nada ha cambiado, e incluso va a peor. Prueba de ello ha sido la última
semana de Pleno en el Congreso de los Diputados.
Los golpes de efecto para llamar la atención
como sea siguen siendo el hilo conductor de la política de la denominada nueva
izquierda. La última pregunta oral al presidente del Gobierno por parte de su
líder ha sido un exabrupto de mal gusto. Bajo el pretexto de cuestionar los
vetos del Gobierno nos hemos encontrado con una retahíla de palabras ácidas en
la jerga popular, como 'me la pela' o 'me la bufa'... Su única intención era
llevar a la memoria del ciudadano su recuerdo y así ganar notoriedad. La
inconsistencia del contenido ya estaba descontada de inicio a tenor de la
trayectoria; lo mismo ocurrió con un diputado del mismo grupo famoso por sus
asaltos a fincas agrícolas en Andalucía. En este caso escenificó ante el
ministro de Justicia, un poco antes de iniciarse la sesión de control, un
numerito para atraer a los fotógrafos -lo que consiguió- y acaparar la imagen
gráfica de los medios. La cuestión de fondo era lo de menos; y remataron la
última sesión plenaria ante el debate de la problemática del agua, colocando
camisetas de color azul, que habían repartido al inicio de pleno, en el frontis
de los escaños, como si de un tendedero se tratase.
En el Parlamento
reside la soberanía nacional. En él están representados todos los españoles de
una ideología u otra, y los españoles se merecen un respeto. El hemiciclo no
puede ser un hemicirco donde se
representan excentricidades para salir en la televisión y en los medios. El
Parlamento es un crisol para poder transformar nuestra sociedad y hacerla más
justa y equitativa, respetando las normas, los resultados democráticos de los
debates, las instituciones y la cortesía parlamentaria. No se puede oscurecer
el debate con artimañas ajenas al buen oficio parlamentario que sólo buscan
otros intereses ajenos a los de los ciudadanos. Esta forma de entender la
política está muy lejos del sueño democrático de muchos españoles, al menos del
mío.
La denominada
nueva izquierda va buscando en todo momento un toque épico en cualquier acción
o debate, como si de una batalla se tratase. Sus intervenciones tienen un toque
absolutista. Se está con ellos o contra ellos; no hay término medio. Todo es
blanco o negro. Se ataca a los grupos que puedan representar una amenaza y, en
especial, a aquellos que puedan competir electoralmente con ellos. Y terminan
con una puesta en pie de los diputados de su Grupo, con un fuerte
reconocimiento de aplausos, cuando no con vítores a los asistentes a tribuna,
que a veces les acompañan en el colorido
de la vestimenta para la ocasión. El espíritu de la representación preside toda
la puesta en escena. Es el jefe del grupo quien marca los tiempos e inicia los
aplausos del coro, a la vez que escenifica la sobreactuación con un abrazo,
beso o lo que haga falta al compañero que regresa del campo de batalla una vez
que ha actuado.
El fondo y
contenido de las intervenciones para ellos es lo de menos. Lo que importa es
llamar la atención. Por lo general su discurso comienza con relatos a los que
se les pone nombres impersonales para explorar el mensaje emocional de la
indignación, compasión o esperanza. De contenido, argumentos y propuestas,
poco; o nada. Se trata de simplificar el mensaje y hablar en nombre de eso que
ellos denominan la “gente”. Un concepto indeterminado que permite la imputación
oportunista de preferencias en su nombre, más allá de lo que puedan decir o
pensar.
La frivolización
de la actividad parlamentaria no es una cuestión baladí. El Parlamento ha sido
durante muchos años una de las instituciones más respetadas. Cuando se instrumentaliza
y banaliza su funcionamiento se está perdiendo la primera batalla democrática:
la credibilidad no sólo de sus representantes, sino también del sistema
democrático en nuestro país. Mucho más cuando se cuestiona el respeto y
acatamiento de la Constitución y los valores y principios que la informan. No
es el camino. Algunos debieran recapacitar. Quien siembra truenos recoge
tempestades. Ya sabemos que se trata de eso; pero el sistema democrático es muy
fuerte y les puede engullir más pronto que tarde.
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