El problema
catalán es tan serio para la sociedad catalana y española que cualquier
dirigente político que se precie no se atrevería a frivolizar con él. Sin
embargo, la frivolidad ha sido la nota dominante en la acción política del expresidente
de la Generalitat, sus consejeros y los grupos políticos independentistas en el
parlamento catalán. Basta emitirse a los hechos: la ley de desconexión catalana
y de referéndum, aprobada de forma ilegal en el pasado día 6 de septiembre en
el Parlamento catalán. Un auténtico golpe de estado contra el sistema
democrático español; el simulacro de referéndum del pasado 1 de octubre, y su
acción propagandística; o la posterior escenificación de la Declaración
Unilateral de Independencia y su posterior culminación con el esperpéntico pleno en el que se ha declarado la república independiente de Cataluña con la participación unilateral de los independentista y la gestión de la Mesa de la cámara.
Un espectáculo dantesco de idas y venidas en las que tan pronto se convocan elecciones, como ya no; o se juega al gato y al ratón, a la vez que se amenaza. Todo ello constituye la mejor manifestación de la talla política de quien da muestras día a día de sentir desprecio por su pueblo. Puigdemont será un excelente presidente de “la república de su casa”, en la que con toda seguridad la quiebra y el conflicto de esa sociedad están garantizadas como bien superior de su forma genuina de entender el bienestar. El ejemplo más enigmático de lo que se conoce como “casa de locos”.
Un espectáculo dantesco de idas y venidas en las que tan pronto se convocan elecciones, como ya no; o se juega al gato y al ratón, a la vez que se amenaza. Todo ello constituye la mejor manifestación de la talla política de quien da muestras día a día de sentir desprecio por su pueblo. Puigdemont será un excelente presidente de “la república de su casa”, en la que con toda seguridad la quiebra y el conflicto de esa sociedad están garantizadas como bien superior de su forma genuina de entender el bienestar. El ejemplo más enigmático de lo que se conoce como “casa de locos”.
El anuncio
promocional de Ikea en 2007, “Bienvenido a la república independiente de mi casa”, refleja a la perfección el ideario político del tándem
Puigdemont/Junqueras y los suyos. En esa república hay himnos y banderas no
convencionales, a gusto del consumidor. Las leyes valen lo que valen en función
del momento y del interés del grupo dominante, pero siempre al servicio del
interés concreto. Los derechos y libertades son flexibles, siempre al servicio
de la república. Como concluye la imagen promocional, uno puede “cambiar las
leyes en el momento que te dé la gana”. Ese es el concepto democrático al que
aspiran los promotores de la república catalana.
Para alcanzar el
objetivo, el proyecto cuenta con una cohorte familiar de bufones promocionales.
Sin duda, uno de sus personajes más relevantes es el diputado Rufián. Para él,
el parlamento español -según sus propias declaraciones-no es más que un
escenario para representar la demanda independentista del pueblo catalán. Y así
lo hace. Semana a semana sube a tribuna, lee en un tono desafiante lo que le
han preparado y lanza su odio y rechazo hacia todo lo español, no sin antes
pavonearse a modo de caballo percherón en la subida y bajada al estrado. Su
compañero de escaño, el Sr. Tardá, no se queda atrás. Sus bravuconadas
traspasan la barrera de su ingenuidad pero carecen del crédito político, mucho
menos a media que su estado de ánimo va cayendo a medida que avanza el procés.
Pero sin duda los parientes más implicados con la “república independiente de
su casa” son la primera dama de la mayor ciudad de Cataluña, Ada Colau, y su
lugarteniente y correligionario de políticas corrosivas, el Sr. Iglesias. Ambos
están dando oxígeno al disparate independentista y echan día a día gasolina al
fuego. Si ellos pensasen más en el interés general y menos en sus intereses
electorales, la posición de los independentistas catalanes estaría muy
debilitada y tendrían los días contados. A ellos se une esa mayoría de
ciudadanos que se han creído el relato independentista y sueñan con la Arcadia
catalana.
En el diseño de
esta república bananera subyace el desprecio al pueblo. De Cataluña han salido
ya más de 1.000 empresas, entre ellas las 40 más grandes; los dos principales
bancos también; SEAT ha anunciado su salida inminente si no hay marcha atrás, y
el goteo de pequeñas empresas que salen es constante. A pesar de ello el autoproclamado presidente de la república “erre que erre”. No quiere ver las consecuencias, ni
tampoco su consejero de economía, pero lo cierto es que el consumo ha
descendido en los barrios más humildes hasta un 30 por ciento y el futuro del
empleo no es muy halagüeño. Llevaban al pueblo catalán al empobrecimiento
progresivo y al sufrimiento, a la vez que generaban incertidumbre no sólo en España
sino en el proyecto europeo. Todo a cambio de la épica del protagonismo
histórico de unos locos que, más que vivir, sueñan. Por suerte, ya están fuera.
En esa república
independiente el “seny catalán”, una seña histórica distintiva de los catalanes
desde las altas crestas pirenaicas hasta las tierras bajas del Ebro, desde los
magníficos parajes del “ponent” a las agrestes y bravas costas ampurdanas,
parece haberse volatilizado. El seny es algo más que sentido común. Es armonía
y equilibrio, la justa medida de las cosas en el momento y lugar oportuno,
representado por el hablar cadencioso y melódico de su gentes o la
representación de la sardana. Cuesta reconocer en estos dirigentes de la
“república de mi casa” el seny catalán. No, no son catalanes. Pueden ser
catalanes de nacimiento pero no de cultura y tradiciones. En ellos no se puede
reconocer el pueblo catalán que todos los españoles reconocemos como propio y
admiramos.