sábado, 21 de octubre de 2017

Agravio y descalificación



El problema de Cataluña está repercutiendo de una forma muy directa en el clima parlamentario. Los debates no se caracterizan por el sosiego necesario para valorar posiciones y buscar puntos de encuentro. Hemos podido comprobar en el último pleno cómo el debate sobre la “escuela catalana” generó todo tipo de manifestaciones, y no precisamente respetuosas: insultos, cortes de manga y desprecios. Si la pasada legislatura, “la corta”, se caracterizó por  una escenificación política estruendosa en el hemiciclo, hasta convertirlo en ocasiones en un “hemicirco”, ésta no se queda atrás, pero además le añade un plus de “odio político”. Es la legislatura del agravio y la descalificación. Una legislatura en la que es posible que algunos se encuentren en su salsa, pero otros muchos pensamos que estamos contribuyendo entre todos a deslegitimar la representación que nos han delegado los españoles, a la vez que a profundizar en la desafección hacía la política y los políticos.

La pensadora alemana Annah Arendt nos recuerda que la política no es un asunto de personas aisladas, sino de la sociedad. La acción política debiera racionalizarse, orientándose a la búsqueda entre todos de las causas de los problemas y el aporte de propuestas para mejorar el bienestar de los ciudadanos. No es fácil. Existe una tendencia centrífuga a contaminar los debates con sentimientos. De casi todo se hace un dogma y un asunto de parte, rechazando todo aquello que no se alinea con el planteamiento “oficial” del grupo al que se pertenece. Este rasgo distintivo de hacer política se encuentra en el origen de los prejuicios que una gran parte de los ciudadanos, si no han participado de una forma directa en la política, tienen hacía los que consideran políticos de profesión, como nos recuerda la filósofa alemana.

El odio político -como no hace mucho tiempo recordaba en uno de mis artículos- se encuentra en el origen de este seísmo. Una enfermedad que debiera inhabilitar para la vida pública a todos los que la padecen. Quienes se mueven por el odio político confunden la propuesta con la persona, la doctrina con la parcialidad. Son incapaces de abrir sus sentidos y de interaccionar con el entorno y la evolución de los hechos. Actúan de forma narcisista y egocéntrica. Para ellos no hay adversarios, sino enemigos. La búsqueda de revancha les lleva a alinearse con los enemigos de sus enemigos, aunque coincidan en sus propuestas. En este escenario, la Democracia y el Estado de Derecho se resienten, como estamos comprobando estos últimos días en el Parlamento. El debate político se desvirtúa y se volatiliza, más allá de los titulares gráficos y mediáticos que puedan aportar algunas intervenciones repletas de ira.

Es imposible no relacionar el discurso exaltado con la exacerbación social. Ambos están vinculados. Lo que sucede en el Congreso y en otras cámaras legislativas tiene una enorme repercusión en la calle. Las zonas grises de la sociedad se alinean con unos u otros sin entrar a valorar el contenido de sus discursos y lo que más favorece a los intereses ciudadanos en ese momento. El resultado es su contribución al deterioro progresivo de la convivencia ordinaria del día a día entre amigos y familiares. Lo estamos viendo estos días en Cataluña, pero también en el resto de España. El Parlament de Cataluña ha sido en este último mes el catalizador de la entropía social que en estos momentos se está viviendo en Cataluña, y que está destrozando día a día su convivencia y el tejido económico.

En una situación tan crítica como la que estamos viviendo, es el momento de la responsabilidad. No es el momento del electoralismo oportunista, sino la hora de recuperar la legalidad constitucional y la convivencia. No se puede jugar a la ambigüedad calculada, como está haciendo la alcaldesa de Barcelona y sus correligionarios en el ámbito estatal, con mensajes contradictorios y oportunistas que dicen una cosa y lo contrario en función de sus propios intereses, al margen del interés general, en los que incluso se permiten cuestionar la democracia en nuestro país, pero no critican y condenan la actuación antidemocrática y golpista del gobierno de la Generalitat. Tampoco es el momento de los discursos emocionales cargados de rencor y odio hacia le contrario. Es el momento de la política en mayúsculas. Y eso pasa por el respeto constitucional y la defensa del Estado Democrático y de Derecho. También por la defensa y respeto a la ciudadanía y a los diferentes pueblos que integran el Estado español. La demagogia y el engaño político no son de recibo, y tampoco, y menos en una situación como la que estamos viviendo, los discursos huecos, que lejos de aportar y contribuir a resolver los problemas del país solo aportan crispación y deterioro de la convivencia; a la vez que generan agravios, miedo y descalificaciones. Precisamente lo que menos necesitamos en este momento.



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