El problema de
Cataluña está repercutiendo de una forma muy directa en el clima parlamentario.
Los debates no se caracterizan por el sosiego necesario para valorar posiciones
y buscar puntos de encuentro. Hemos podido comprobar en el último pleno cómo el
debate sobre la “escuela catalana” generó todo tipo de manifestaciones, y no
precisamente respetuosas: insultos, cortes de manga y desprecios. Si la pasada
legislatura, “la corta”, se caracterizó por
una escenificación política estruendosa en el hemiciclo, hasta
convertirlo en ocasiones en un “hemicirco”, ésta no se queda atrás, pero además
le añade un plus de “odio político”. Es la legislatura del agravio y la
descalificación. Una legislatura en la que es posible que algunos se encuentren
en su salsa, pero otros muchos pensamos que estamos contribuyendo entre todos a
deslegitimar la representación que nos han delegado los españoles, a la vez que
a profundizar en la desafección hacía la política y los políticos.
La pensadora
alemana Annah Arendt nos recuerda que la política no es un asunto de personas
aisladas, sino de la sociedad. La acción política debiera racionalizarse,
orientándose a la búsqueda entre todos de las causas de los problemas y el
aporte de propuestas para mejorar el bienestar de los ciudadanos. No es fácil.
Existe una tendencia centrífuga a contaminar los debates con sentimientos. De
casi todo se hace un dogma y un asunto de parte, rechazando todo aquello que no
se alinea con el planteamiento “oficial” del grupo al que se pertenece. Este
rasgo distintivo de hacer política se encuentra en el origen de los prejuicios
que una gran parte de los ciudadanos, si no han participado de una forma
directa en la política, tienen hacía los que consideran políticos de profesión,
como nos recuerda la filósofa alemana.
El odio político
-como no hace mucho tiempo recordaba en uno de mis artículos- se encuentra en
el origen de este seísmo. Una enfermedad que debiera inhabilitar para la vida
pública a todos los que la padecen. Quienes se mueven por el odio político
confunden la propuesta con la persona, la doctrina con la parcialidad. Son
incapaces de abrir sus sentidos y de interaccionar con el entorno y la
evolución de los hechos. Actúan de forma narcisista y egocéntrica. Para ellos
no hay adversarios, sino enemigos. La búsqueda de revancha les lleva a
alinearse con los enemigos de sus enemigos, aunque coincidan en sus propuestas.
En este escenario, la Democracia y el Estado de Derecho se resienten, como
estamos comprobando estos últimos días en el Parlamento. El debate político se
desvirtúa y se volatiliza, más allá de los titulares gráficos y mediáticos que
puedan aportar algunas intervenciones repletas de ira.
Es imposible no
relacionar el discurso exaltado con la exacerbación social. Ambos están
vinculados. Lo que sucede en el Congreso y en otras cámaras legislativas tiene
una enorme repercusión en la calle. Las zonas grises de la sociedad se alinean
con unos u otros sin entrar a valorar el contenido de sus discursos y lo que
más favorece a los intereses ciudadanos en ese momento. El resultado es su
contribución al deterioro progresivo de la convivencia ordinaria del día a día
entre amigos y familiares. Lo estamos viendo estos días en Cataluña, pero
también en el resto de España. El Parlament de Cataluña ha sido en este último
mes el catalizador de la entropía social que en estos momentos se está viviendo
en Cataluña, y que está destrozando día a día su convivencia y el tejido
económico.
En una situación
tan crítica como la que estamos viviendo, es el momento de la responsabilidad.
No es el momento del electoralismo oportunista, sino la hora de recuperar la
legalidad constitucional y la convivencia. No se puede jugar a la ambigüedad
calculada, como está haciendo la alcaldesa de Barcelona y sus correligionarios
en el ámbito estatal, con mensajes contradictorios y oportunistas que dicen una
cosa y lo contrario en función de sus propios intereses, al margen del interés
general, en los que incluso se permiten cuestionar la democracia en nuestro
país, pero no critican y condenan la actuación antidemocrática y golpista del
gobierno de la Generalitat. Tampoco es el momento de los discursos emocionales
cargados de rencor y odio hacia le contrario. Es el momento de la política en
mayúsculas. Y eso pasa por el respeto constitucional y la defensa del Estado
Democrático y de Derecho. También por la defensa y respeto a la ciudadanía y a
los diferentes pueblos que integran el Estado español. La demagogia y el engaño
político no son de recibo, y tampoco, y menos en una situación como la que
estamos viviendo, los discursos huecos, que lejos de aportar y contribuir a
resolver los problemas del país solo aportan crispación y deterioro de la
convivencia; a la vez que generan agravios, miedo y descalificaciones.
Precisamente lo que menos necesitamos en este momento.
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