Si por algo se
caracteriza el panorama político español es por su “tacticismo”. Basta observar
el posicionamiento sobre los diferentes temas de la “agenda política” para
comprobar que el criterio de cada formación viene condicionado, en muchos casos,
por la posición del partido al que consideran el principal rival en una futura
confrontación electoral. Nada que no haya ocurrido en el pasado. La novedad es
que se manifiesta con más intensidad y sin ningún tipo de rubor. Al menos antes
se intentaba disimular; ahora, no. Vivimos ante una nueva inversión de la
cultura política, a la que tampoco no son ajenos los “nuevos partidos”.
Cuando los
ciudadanos van a las urnas acuden con la esperanza de elegir un partido
político y unos candidatos que den respuesta a sus problemas. La decisión no es
fácil. La inmensa mayoría de los ciudadanos vota emocionalmente. Se apoya a una
opción política u otra de la misma manera que se sigue a un equipo de fútbol.
Después vienen los sustos y las desilusiones. Casi nadie se para a pensar y a
priorizar cuales son los principales problemas, y si las propuestas que ofrece
cada formación son consistentes para dar respuesta a esos problemas. Los
partidos lo saben, y salvo raras ocasiones ofrecen el “oro y el moro”. Una forma
de desvirtuar la política, hacerla pequeña y no respetar a los ciudadanos.
Estos últimos días
hemos podido contemplar cómo los partidos explicitaban sus objetivos para este
año en los medios de comunicación. No deja de llamar la atención –ahí está la
hemeroteca- que para casi todos el principal objetivo sea prepararse para ganar
las elecciones municipales y autonómicas.
O lo que es lo mismo, ir pergeñando listas y desgastar al contrario con
el aliciente de conseguir la mayor adhesión electoral posible. Nadie en su sano
juicio, en el ámbito mercantil, ofrecería un servicio o un bien cuyo atributo
no fuese la respuesta a una necesidad, sino vender más que la competencia; y
ningún ciudadano lo compraría por ese motivo. En política los papeles a veces
parecen estar tergiversados. Y lo peor de todo es que esta situación se ha
integrado con toda normalidad en la cultura política de la que son partícipes
políticos y ciudadanos. Las malas prácticas no sólo no se penalizan, sino que
se premian en muchas ocasiones.
La política actual
se caracteriza por la crítica exacerbada a todo y a todos, pero sin propuestas
alternativas. Lo que yo mismo me he permitido en denominar en algunos de mis
artículos como la “antipolítica”. No debe haber nada más frustrante para alguien
que siente atracción por la acción política que la acritud y el discurso hueco
ante los problemas ciudadanos, como falta de alternativa de un proyecto
político con respuestas concretas. A ello se une la ausencia de convicciones
firmes, como pone de manifiesto la alta volatilidad de sus planteamientos que
varían en función de su aceptación social, según la demoscopia electoral. Y es
que a veces los partidos, en su tacticismo del día a día, están más preocupados
en luchar y vencer a las encuestas del momento que en sentar las bases para dar
de forma firme y consistente respuesta a los grandes problemas de los
ciudadanos. Su auténtica razón de ser y su auténtico rédito electoral. Lo
primero favorece, lo segundo antes o después. La casuística así lo pone de manifiesto.
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