domingo, 25 de febrero de 2018

La batalla por la lengua



El antropólogo Mikel Azurmendi afirma que “no sólo la lengua hace vasco al vasco, sino también convierte al forastero en vasco”. La misma afirmación se podría hacer para el catalán y para el resto de lenguas cooficiales con el castellano en los diferentes territorios del Estado español donde coexisten. La lengua ha sido la principal seña de identidad cultural de un pueblo, pero también el principal elemento vertebrador de los nacionalismos en nuestro país, como hemos podido comprobar en aquellas Comunidades Autónomas a cuyo frente han estado gobiernos de corte nacionalista. La hegemonía vehicular de la lengua en la educación ha marcado una mayor o menor intensidad del sentimiento nacionalista en cada territorio, pero a su vez ha proyectado tensiones de otro signo, como estamos comprobando estos días ante la aplicación del 155 en Cataluña.

La Constitución española en su artículo 3 establece que “el castellano es la lengua oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”, a la vez que contempla que “las demás lenguas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas”. El devenir histórico de estos años desde el 78 hasta hoy ha puesto de manifiesto importantes avances de las lenguas cooficiales frente al castellano. En Euskadi el 36 por ciento de su población es vascoparlante, y en la escuela el 66 por ciento de los alumnos han optado por el Euskera como lengua vehicular. El catalán es hablado por un amplio porcentaje de los catalanes; sin embargo, el castellano supera al catalán en su uso ordinario. En la escuela ha sido desplazado por el catalán como lengua vehicular, lo que ha llevado a no pocas familias a recurrir esa situación ante la Justicia, ante el incumplimiento de los preceptos constitucionales por la Generalitat y la pasividad de los gobiernos nacionales para que se cumpla la ley.

La batalla por la hegemonía de la lengua está presente en la agenda política española, y muy especialmente en Cataluña. El Tribunal Constitucional ha anulado la fórmula en la que el ministro Wert pretendía impulsar el castellano en los colegios catalanes. Ahora, el Gobierno de España está estudiando la vía para reforzar la enseñanza del castellano. Diversas sentencias han puesto de manifiesto el incumplimiento de la Administración catalana en materia lingüística, en detrimento del castellano. El catalán y el castellano quedan equiparados en materia de enseñanza en la escuela, sin que una prevalezca sobre la otra. La realidad es muy diferente. El castellano es una lengua vehicular y debe ser enseñado en una proporción razonable, nunca inferior al 25 por ciento. La controversia política está presente. PP y C’s son partidarios de buscar fórmulas que no discriminen al castellano, ni a quienes consideran que sus hijos han de formarse en esta lengua. Esta posición contrasta contra el posicionamiento de los partidos de corte nacionalista e independentista, que apuestan por la lengua como factor de cohesión del nacionalismo. Y la de otros que prefieren no desgastarse marcando posición en este tema.

Los gobiernos nacionalistas, muy conscientes de la importancia del idioma para su causa, han establecido desde hace tiempo incentivos para acelerar su aprendizaje e inmersión. El acceso a la Función Pública en sus respectivos territorios o la concesión de determinadas ayudas y subvenciones han venido determinadas por el uso diferencial de una lengua cooficial frente al castellano. Así no sólo se ha discriminado una lengua oficial, sino que se han quebrado derechos constitucionales de las personas y entidades al romper el principio de igualdad. Este problema debiera resolverse en un marco de diálogo y entendimiento, respetando el derecho de las familias a elegir lengua vehicular para sus hijos, y garantizando siempre el equilibrio de las lenguas cooficiales. No será fácil. Ha sido mucho el tiempo perdido, pero es necesario buscar una solución equitativa; y si es por acuerdo, mejor. La lengua nunca puede ser un elemento para la batalla y disputa, y mucho menos cuando, lejos de contribuir a la pelea, debe ser un factor de orgullo cultural e identitario.



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