Soy uno de los
250.000 aforados que hay en España. He manifestado siempre mis opiniones y
llevado a cabo las actuaciones que he considerado oportunas en el ejercicio de
mi acción política sin problema alguno. Y si les digo la verdad, sólo una vez
he sentido y padecido sus efectos en el ámbito político. En una ocasión una
diputada de otro partido entendió que mi pronunciamiento sobre su actividad
afectaba a su honorabilidad presentando una denuncia ante la Fiscalía de la
Audiencia Provincial, que se inhibió en favor del Supremo, al no ser
competente, archivando la denuncia. De esta forma se impedía que una querella
particular menoscabase las funciones que me otorga la Constitución en mi
calidad de diputado. Este es el objeto del aforamiento, proteger a determinados
cargos públicos y funcionarios frente a actuaciones que pueden erosionar sus
derechos en el ejercicio de su actividad pública. Tengo la certeza absoluta de
que en el caso relatado el resultado por la vía de la jurisdicción ordinaria hubiese
sido el mismo: el archivo de la demanda.
El debate que se
ha desarrollado estos días en el Congreso y el anuncio del presidente del
Gobierno de una reforma constitucional para suprimir los aforamientos a los
responsables políticos ha situado este tema en la primera línea de la agenda
política. La propuesta del presidente del Gobierno apuesta por mantener el
aforamiento tal y como está recogido ahora en la Constitución española y en la
Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para los jueces, fiscales, presidentes y
consejeros del Tribunal de Cuentas, Consejo de Estado, Defensor del Pueblo y
miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, así como Familia
Real; y se mantiene para los políticos sólo en el caso de los delitos cometidos
“en el ejercicio estricto de su cargo”. Por estos delitos sólo podrán ser
investigados y juzgados por el Tribunal Supremo. El debate gira en torno al
número de aforados y la pertinencia de la institución como tal.
Del total de
aforados, 232.000 son guardias civiles, policías nacionales y autonómicos. Para
suprimir los aforamientos establecidos por la Constitución se requiere la
modificación de la Carta Magna, mientras que para los recogidos en la LOPJ
bastaría con una norma de rango equivalente, al igual que los recogidos en los estatutos
de autonomía, que debiera ser promovido por una modificación del mismo en el
ámbito correspondiente. La cuestión es si se pueden suprimir los aforamientos.
La respuesta es sí. Hay países como EEUU, Alemania y Reino Unido que no tienen
esta figura y desarrollan las funciones encomendadas por el marco jurídico sin
ningún problema. En nuestro país, y en otros como Francia, se establece un
tratamiento jurídico diferenciado. La Constitución y los propios estatutos
contemplan una situación subjetiva singular para los aforados al objeto de
proteger su autonomía e independencia a través de un órgano jurisdiccional que enjuicie su responsabilidad criminal, al
entender que refuerza y garantiza el desarrollo de su función encomendada bajo
el paraguas del aforamiento. El legislador, tanto constitucional como
estatutario, perfectamente podría conferir otra orientación y prescindir de
esta figura.
En ningún caso,
como viene afirmando alguna formación política, el aforamiento es un
“privilegio” y supone un trato de favor, como lo viene apreciando una gran
parte de la sociedad española. Tiene a su vez la parte negativa. El aforado
carece de la posibilidad de que su sentencia penal sea revisada por una
instancia distinta. Esto supone una limitación al derecho de revisión. Lo que sí
es el aforamiento es una “prerrogativa” que busca el equilibrio entre poderes
frente a los posibles desequilibrios de la “acusación popular”. La eliminación
del aforamiento en nuestro ordenamiento jurídico requiere la adaptación de esta
figura procesal penal para garantizar el equilibrio referido.
La supresión del
aforamiento bajo el amparo de la norma constitucional -artículos 71.3 y 102.1
de la Constitución- requiere una reforma constitucional que exige una mayoría
de tres quintos en el Congreso de los Diputados.
Podemos ya ha anunciado que cualquier reforma constitucional ha de pasar por el
veredicto de las urnas, se requiera o no referéndum formalmente. La experiencia
de la reforma constitucional del artículo 135 -aquélla que nos impuso Europa
para seguir financiándonos-, y de la misma naturaleza jurídica de la que se
está debatiendo, ha demostrado que cualquier precipitación es mala. Si algo ha
puesto de manifiesto el debate del Congreso sobre el aforamiento es que hay un
amplio consenso para su supresión o adaptación en el ámbito estatal, salvo en
lo que se refiere a la Corona que existen posiciones divergentes e incluso en
algunos casos marca líneas rojas. Sería necesario un amplio consenso que pasa
por confeccionar un proceso sólido que permita recabar los informes de
expertos, estudiar el alcance de sus consecuencias y constituir una ponencia
que permita llevar a buen puerto la iniciativa legislativa en un tiempo
prudencial, siempre que no se apueste por una reforma más amplia de la
Constitución en la cual se subsumiría esta iniciativa. Por una u otra vía, el
número de aforados debiera reducirse a la mínima expresión y adaptar la
institución a una sociedad más abierta y transparente, en pleno equilibrio con
la figura de la “acusación popular”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario