viernes, 21 de septiembre de 2018

Aforamiento


Soy uno de los 250.000 aforados que hay en España. He manifestado siempre mis opiniones y llevado a cabo las actuaciones que he considerado oportunas en el ejercicio de mi acción política sin problema alguno. Y si les digo la verdad, sólo una vez he sentido y padecido sus efectos en el ámbito político. En una ocasión una diputada de otro partido entendió que mi pronunciamiento sobre su actividad afectaba a su honorabilidad presentando una denuncia ante la Fiscalía de la Audiencia Provincial, que se inhibió en favor del Supremo, al no ser competente, archivando la denuncia. De esta forma se impedía que una querella particular menoscabase las funciones que me otorga la Constitución en mi calidad de diputado. Este es el objeto del aforamiento, proteger a determinados cargos públicos y funcionarios frente a actuaciones que pueden erosionar sus derechos en el ejercicio de su actividad pública. Tengo la certeza absoluta de que en el caso relatado el resultado por la vía de la jurisdicción ordinaria hubiese sido el mismo: el archivo de la demanda.

El debate que se ha desarrollado estos días en el Congreso y el anuncio del presidente del Gobierno de una reforma constitucional para suprimir los aforamientos a los responsables políticos ha situado este tema en la primera línea de la agenda política. La propuesta del presidente del Gobierno apuesta por mantener el aforamiento tal y como está recogido ahora en la Constitución española y en la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para los jueces, fiscales, presidentes y consejeros del Tribunal de Cuentas, Consejo de Estado, Defensor del Pueblo y miembros de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, así como Familia Real; y se mantiene para los políticos sólo en el caso de los delitos cometidos “en el ejercicio estricto de su cargo”. Por estos delitos sólo podrán ser investigados y juzgados por el Tribunal Supremo. El debate gira en torno al número de aforados y la pertinencia de la institución como tal.

Del total de aforados, 232.000 son guardias civiles, policías nacionales y autonómicos. Para suprimir los aforamientos establecidos por la Constitución se requiere la modificación de la Carta Magna, mientras que para los recogidos en la LOPJ bastaría con una norma de rango equivalente, al igual que los recogidos en los estatutos de autonomía, que debiera ser promovido por una modificación del mismo en el ámbito correspondiente. La cuestión es si se pueden suprimir los aforamientos. La respuesta es sí. Hay países como EEUU, Alemania y Reino Unido que no tienen esta figura y desarrollan las funciones encomendadas por el marco jurídico sin ningún problema. En nuestro país, y en otros como Francia, se establece un tratamiento jurídico diferenciado. La Constitución y los propios estatutos contemplan una situación subjetiva singular para los aforados al objeto de proteger su autonomía e independencia a través de un órgano jurisdiccional  que enjuicie su responsabilidad criminal, al entender que refuerza y garantiza el desarrollo de su función encomendada bajo el paraguas del aforamiento. El legislador, tanto constitucional como estatutario, perfectamente podría conferir otra orientación y prescindir de esta figura.

En ningún caso, como viene afirmando alguna formación política, el aforamiento es un “privilegio” y supone un trato de favor, como lo viene apreciando una gran parte de la sociedad española. Tiene a su vez la parte negativa. El aforado carece de la posibilidad de que su sentencia penal sea revisada por una instancia distinta. Esto supone una limitación al derecho de revisión. Lo que sí es el aforamiento es una “prerrogativa” que busca el equilibrio entre poderes frente a los posibles desequilibrios de la “acusación popular”. La eliminación del aforamiento en nuestro ordenamiento jurídico requiere la adaptación de esta figura procesal penal para garantizar el equilibrio referido.

La supresión del aforamiento bajo el amparo de la norma constitucional -artículos 71.3 y 102.1 de la Constitución- requiere una reforma constitucional que exige una mayoría de tres quintos en el  Congreso de los Diputados. Podemos ya ha anunciado que cualquier reforma constitucional ha de pasar por el veredicto de las urnas, se requiera o no referéndum formalmente. La experiencia de la reforma constitucional del artículo 135 -aquélla que nos impuso Europa para seguir financiándonos-, y de la misma naturaleza jurídica de la que se está debatiendo, ha demostrado que cualquier precipitación es mala. Si algo ha puesto de manifiesto el debate del Congreso sobre el aforamiento es que hay un amplio consenso para su supresión o adaptación en el ámbito estatal, salvo en lo que se refiere a la Corona que existen posiciones divergentes e incluso en algunos casos marca líneas rojas. Sería necesario un amplio consenso que pasa por confeccionar un proceso sólido que permita recabar los informes de expertos, estudiar el alcance de sus consecuencias y constituir una ponencia que permita llevar a buen puerto la iniciativa legislativa en un tiempo prudencial, siempre que no se apueste por una reforma más amplia de la Constitución en la cual se subsumiría esta iniciativa. Por una u otra vía, el número de aforados debiera reducirse a la mínima expresión y adaptar la institución a una sociedad más abierta y transparente, en pleno equilibrio con la figura de la “acusación popular”.


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