Si catalogué 2016
como “el año que vivimos peligrosamente”, 2017 puede calificarse como “el año
del delirio”. Sí, el delirio de muchos catalanes, pero también de otros
españoles que a través de diferentes instituciones, entre ellas partidos
políticos y algunos medios de comunicación, han ido deformando día a día la
realidad y llevado a mucha gente a vivir en un mundo paralelo de ensueño. Un
sueño trasladado a una realidad virtual del que se han hecho partícipes
personas de buena fe, pero cuyos deseos no pueden cumplirse o que, al menos,
resultará muy difícil llevar a cabo. Uno a los cincuenta puede pretender
igualar a Messi o Ronaldo, pero la realidad nos dice que esa película sólo es
posible en el delirio de un necio.
Hannah Arendt nos
recuerda que no son los hechos los que acaban por convencernos, sino la
consistencia del grupo al que sentimos pertenecer y con el que nos
identificamos. Una vez más el componente emocional está por encima del racional
y el acercamiento objetivo a la identificación de los problemas. Visto lo
visto, uno puede concluir que la épica en la acción política, aunque ésta sea
imposible de cumplir, puede llegar a ser más atractiva que la propuesta sensata
y respetuosa hacia el ciudadano, siempre que aquélla venga aderezada con un
lenguaje tribal. Mentiras y realidades pueden encajar perfectamente en este
proyecto de seducción; a ello se ha de unir inexorablemente la polarización de
“buenos y malos”, de “ganadores y perdedores”. Ingredientes que han formado
parte de una gran parte de los acontecimientos acaecidos en el plano político
en España en 2017.
Cataluña ha
marcado la agenda política este último año. Día a día hemos podido comprobar cómo
el delirio de Puigdemont y compañía crecía como una bola de nieve por momentos.
La documentación incautada por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado a
la persona de confianza del vicepresidente en su día de la Generalitat, el Sr.
Oriol Junqueras, ha puesto de manifiesto que el sanedrín que gestionaba el
delirio independentista era plenamente consciente de su inconsistencia e
inviabilidad. Aun así, ha arrastrado a casi el 48 por ciento de los catalanes a
ser partícipes de un proyecto colectivo incompatible con el marco legislativo
actual del Estado, y que ha dividido en dos a la sociedad catalana, incluida
sus familias. Un daño que tardará varias generaciones en recuperarse. La épica
independentista amenaza con continuar en 2018, a pesar de sus efectos
perniciosos ya manifestados sobre su economía y bienestar. El personalismo
parece estar por encima del interés general y sólo el devenir de la fuerza de
los hechos puede llevar a esa mayoría a pasar factura a sus delirantes
dirigentes.
El delirio se ha
trasladado también a otros ámbitos. El populismo emergente sueña con conquistar
el poder. Y para ello vale todo. En ese delirio el Estado de Derecho queda
supeditado a un nivel secundario, al igual que la ideología. Cómo si no se
puede entender que se justifique el referéndum secesionista o el
posicionamiento ideológico sea transversal en función de las expectativas
electorales. En todo momento demuestran tener convicciones firmes para
posiciones cambiantes. Siempre con el ojo puesto en el espejo retrovisor. La
encuesta que marca las expectativas electorales determina el posicionamiento
sobre cada tema y la pauta de actuación. Los fieles seguidores son meras
comparsas. Todo indica que el delirio de los seguidores comienza a remitir,
ante la falta de realismo evidente de sus propuestas, si bien sus promotores,
aunque con fisuras, son resistentes al desaliento y alimentan la esperanza
irreal de su delirio revolucionario. Nada nuevo, pero sí innovador por la
transformación de la política utópica en política mediática, su razón de ser, a
lo que se une el egocentrismo y personalismo de sus líderes. En 2018 continuará
el delirio populista, sin duda, pero acabará mutando una vez más para poder
garantizar la supervivencia de sus cabecillas, a la vez que irá languideciendo.
El delirio se
traslada también a algunos partidos políticos en 2017. Los programas
electorales y sus líneas de actuación política pueden llegar a ser meros
instrumentos para dar respuesta a las aspiraciones de su líder, y equipo de
compañía. Promesas que en muchos casos son inconsistentes y carecen de solvencia
y realismo suficiente para llevarlas a término, pero permiten cantar al oído lo
que quieren oír sus seguidores de partido y con ello ganarse su confianza,
aunque la letra no rime ni con lo que necesita el país ni con la trayectoria
del partido. Ese delirio puede generar réditos a corto plazo en el ámbito
interno, pero minar la confianza y credibilidad de los ciudadanos que no se
prestan a confundir su realidad con ofertas electorales que entran en
contradicción con lo que se ha dicho y hecho, a la vez que genera dudas su
viabilidad. Un proceso que puede conducir a una gran frustración interna cuando
no se cumplen las expectativas y a perder la razón de ser de su proyecto
político.
España necesita
realismo. La nueva forma de entender y desarrollar la política está muy alejada
de la propia naturaleza de la acción política. 2017 es un claro ejemplo a no
seguir en los próximos años. Los españoles necesitan ganar el futuro y para
ello se requiere tener la cabeza fría y los pies en la tierra. El delirio no
puede marcar nuestra guía de acción. Y los ciudadanos tienen que penalizar a
quienes les intente persuadir con programas y promesas incumplibles que sólo
llevan a la frustración y pérdida de credibilidad, antes o después, de quienes
promueven el delirio.
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