Soy uno de los 292
diputados que votó hace unos días a favor del cupo vasco. Lo hice por
responsabilidad política. A nadie se le escapa que España no atraviesa por el
mejor momento. El problema catalán ha generado una enorme inestabilidad social,
económica y política. Aplazar o denegar la aprobación del cupo en estos
momentos nos hubiese llevado a abrir un nuevo frente territorial con el País
Vasco y a generar más tensiones políticas en un momento en el que se atisba
algo de luz ante cuestión catalana. En estos momentos, la aprobación del cupo
para los próximos cinco años es el “coste de oportunidad” para evitar otros
potenciales problemas mayores. Bien es cierto que algunos, en el sentido más
amplio, apuestan por el oportunismo político y hacen de la demagogia una
oportunidad para mejorar sus expectativas electorales en las próximas
elecciones catalanas. Anteponen de esta manera sus intereses a los del Estado.
El cupo vasco tiene
profundas raíces históricas. Desde hace 137 años ha estado vigente en el País
Vasco de forma continua, salvo en Guipúzcoa y Vizcaya durante el franquismo, al
considerar la Dictadura a estas provincias traidoras a su causa. Este régimen
especial de financiación, legitimado por la Constitución en el 78, determina
que el País Vasco aportará a las arcas del Estado los ingresos necesarios para
compensar los servicios no transferidos. Un privilegio constitucional si
tenemos en cuenta la financiación por habitante-ajustado de la que han venido
gozando otras comunidades autónomas desde el 78, lo que le lleva a entrar en
colisión con el precepto constitucional recogido en el artículo 138.2. El
problema no es el concierto en el que se fundamenta el sistema de financiación,
sino el cálculo del cupo. Otros regímenes especiales de financiación que
conviven con el régimen común, como el de Navarra, Canarias o Ceuta y Melilla
presentan también especificidades que convendría solventar en una futura
reforma constitucional, o en un nuevo
modelo de financiación autonómica lo antes posible.
El actual modelo de
financiación autonómico asigna el 90 por ciento del fondo presupuestario a cada una de las 14
comunidades autónomas acogidas al régimen común en función de la población de
cada comunidad. El otro 10 por ciento se asigna teniendo en cuenta el
envejecimiento de la población y su dispersión en el territorio. Un modelo que
no garantiza la equidad e igualdad entre los españoles, y tampoco el principio
de suficiencia financiera para hacer frente a las competencias asumidas por
cada Estatuto autonómico, así como la graduación de asimetrías para dar
consistencia a la solidaridad. Bien es cierto que no existe ni existirá un
modelo de financiación autonómico que dé respuesta de forma óptima a los
principios que han de presidir el modelo. En la última Conferencia de Presidentes
autonómicos se acordó crear una comisión de expertos para el diseño de un nuevo
modelo de financiación autonómico de régimen común, con el ánimo de ponerlo en
funcionamiento en 2018. En dicho encuentro no participaron ni Cataluña ni el
País Vasco.
Es el momento de
abordar un nuevo modelo de financiación autonómica que avance hacia un modelo más equitativo y solidario, a la
vez que incida en la corresponsabilidad fiscal, tanto en ingresos como en gastos.
Se han de evitar los factores que pueden quebrar la unidad de mercado desde la
óptica de la equidad horizontal y vertical, siendo necesario para ello el
compromiso multilateral de todos, incluidos las comunidades de régimen
especial. Es el momento de fijar las reglas del juego de forma transparente y
consistente, y penalizar a quien se las salte. Sólo de esta forma evitaremos lo
que nos acaba de ocurrir. Para que este proceso sea consistente se requiere el
acuerdo multilateral de las partes, lo que no es nada fácil. Apostar por la
armonización fiscal es necesario y sensato, para evitar discriminaciones entre
los españoles, pero es más fácil que ésta llegue por la vía del acuerdo europeo
que cristalice en el próximo modelo de financiación, lo que no impide que se
pueda avanzar en la convergencia.
No olvidemos que
cualquier modelo de financiación no es más que un algoritmo para la asignación
de recursos. Su bondad está en relación directa con la cantidad de recursos que
reparte y cómo garantiza la solidaridad y equidad en la asignación de recursos,
así como su contribución a la redistribución de la renta y estabilidad de la
economía, corrigiendo desequilibrios económicos como el paro o los precios. En
los próximos presupuestos, en caso de aprobarse, el input a repartir sería del
orden de los 200.000 millones de euros ingresos, recuperando el nivel de 2007. Un
nuevo modelo de financiación de régimen común va unido inexorablemente a la
necesidad de contar con unas nuevas cuentas públicas que generen confianza
económica, estabilidad política y fomenten el bienestar. Este paso requiere
también coherencia entre lo que se pide y lo que se ofrece, sabiendo que la
solución óptima no existe y que la esencia de la política es “parlamentar” para
llegar a acuerdos. Lo demás es
palabrería.
No hay comentarios:
Publicar un comentario