La
socialdemocracia europea está en crisis. Basta hacer un recorrido por la
evolución electoral de los principales países de Europa para constatar que es
así. En España ha pasado del 43,9 por ciento de votos en 2008 al 22,6 por
ciento en 2016; Grecia del 22,6 por ciento en 2009 al 6,3 por ciento en 2015;
Holanda del 24,8 por ciento en 2012 al 5,7 por ciento en 2017; Francia del 51,6
por ciento en las presidenciales de 2012 al 13 por ciento en los sondeos
actuales. Sólo en Alemania crece y tiene posibilidad de gobernar en coalición.
Pasaría del 25,7 por ciento en 2013 al 31 por ciento, según los sondeos, con
Martin Schultz. Sin embargo, el efecto del nuevo líder no se notó en las
últimas elecciones del pequeño lander del Sarre.
La
socialdemocracia europea ha contribuido a generar la mayor etapa de bienestar y
cohesión social en el viejo continente, bajo la premisa del respeto a la
economía de mercado, la progresividad fiscal y el sustento de una acción
política basada en los derechos y libertades cívicos de corte occidental.
Europa ha sido la envidia del mundo. Un continente de solidaridad que abandonó
los conflictos bélicos y trabajó para generar, entre todos, riqueza y
bienestar. Y, además, ha sido capaz de poner en marcha las cuatro libertades
que presiden los tratados de la Unión y una moneda única, el euro, ya en este
siglo. El progreso de la ciudadanía europea ha tenido en la socialdemocracia a su principal protagonista.
¿Qué está
ocurriendo entonces? ¿Por qué hay una desafección tan radical de los votantes
de los partidos socialdemócratas? La respuesta, desde mi punto de vista, no
tiene una fácil respuesta y obedece a múltiples factores. La principal, que han
cambiado las condiciones de contexto en el que los partidos socialistas desarrollaban
su acción de gobierno. La crisis económica ha marcado un antes y un después.
Cuando no se crea riqueza no se puede repartir y desplegar con intensidad
políticas sociales de distribución de renta y cohesión social. A ello se ha
unido el temor de los más desfavorecidos socialmente a perder su trabajo a
favor de inmigrantes extranjeros, lo que ha fomentado el sentimiento xenófobo,
amplificado por los líderes de extrema derecha.
La globalización
nos iguala progresivamente a todos los humanos, con independencia del
territorio donde habiten, a la vez que corrige desigualdades. Sin embargo,
incluso en sociedades muy solidarias, como es la europea, esta situación es
difícil de entender. La deslocalización de empresas, la producción a unos
costes muy bajos que marcan salarios paupérrimos, la falta de una gobernanza
global sobre el capitalismo, dificulta el control del movimiento de capitales y
rentas y hacen que la acción clásica de gobierno socialdemócrata se devalúe y
pierda credibilidad ante la ciudadanía. Hoy la creación de riqueza y su reparto
equitativo son más necesarios que nunca, que en definitiva es lo que ofrece el
nuevo socialismo al capitalismo, reduciendo así sus efectos perversos. Nadie en
su sano juicio puede apostar por sistemas económicos de corte totalitario y
economía planificada desde el ámbito estatal. Sus efectos ya los vimos. A pesar
de que son muchos insensatos los que trabajan en su búsqueda.
Los propios
votantes de la socialdemocracia están confundidos. Lo estamos viendo en Francia,
en el Reino Unido; y lo estamos viviendo en España. En todos estos países los
propios militantes de sus partidos socialdemócratas están divididos en
proporción variable. En nuestro país un tercio de ellos escoran hacía las
posiciones radicales que mantienen los viejos partidos de corte comunista
-según expertos sociólogos-, intentando preservar la esencia de lo que
consideran la izquierdas de siempre; en Francia y Reino Unido el grupo radical
es mayoritario como hemos podido comprobar en las últimas primarias de estos
países. Estos grupos, por lo general, prefieren la irrelevante posición
ideológica a la responsabilidad del poder. Lo hemos visto en Francia, donde el
PS no llegará ni tan siquiera a la segunda vuelta de las presidenciales; y lo
estamos comprobando con Corbyn, a quien los sondeos día a día le pronostican
una fuerte caída en votos y escaños. No se les ve como una opción fiable de
gobierno. Y, lo que es más preocupante, llevan el paso cambiado con respecto a
la gran masa social que se considera de izquierdas de la ciudadanía.
En la acción
política, siempre es mejor el original a la copia. Lo vimos en Cataluña cuando
Maragall apostó por una socialdemocracia nacionalista. Los catalanes optaron
mayoritariamente por los nacionalistas de siempre; y lo hemos comprobado en
algún caso cuando se ha intentado competir por el populismo de corte radical
comunista, o lo que sea eso. La socialdemocracia europea y la española necesitan
líderes y programas consistentes que permitan revertir los efectos sociales
perversos de la economía del mercado. No necesita programas virtuales e
inconsistentes imposibles de cumplir. Es cierto que son muchos los
socialdemócratas de buena fe que intentan deformar la realidad para adaptarla a
la ideología, pero la realidad sólo se puede gestionar desde posiciones
sensatas y realistas, no sólo emocionales. De lo contrario, el coste puede ser
muy alto para quienes más necesitan los efectos de la gestión socialdemócrata:
los más desfavorecidos. La esencia de la socialdemocracia y de los socialistas de
verdad está en repartir con equidad. Para eso es necesario gobernar. De lo
contrario, el liberalismo y el ‘sálvese quien pueda’ están garantizados.
Busquemos nuestra identidad de forma consistente.
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