martes, 23 de enero de 2018

"¡Qué miedo!"



He de confesarles que nunca me ha atraído el mundo de la judicatura. Es un área complejo y poco cercano para el común de los mortales, mucho más si son ajenos al conocimiento del Derecho. La aparición de los jueces estrella –al final de la pasada centuria-, lejos de generar tranquilidad y confianza a los ciudadanos, contribuyó a frivolizar su papel y poner en cuestión, en algún caso, su neutralidad y objetividad. Al fin y al cabo no dejan de ser personas que interpretan la aplicación de la Ley bajo el prisma de sus conocimientos y de su entorno cultural y social. En una ocasión, un antiguo compañero del Congreso, magistrado él, y lamentablemente ya fallecido, me dijo “cuídate de mis compañeros. Te pueden arruinar la vida”. A lo que yo respondí “jamás me he visto sentado ante un tribunal ni he acudido a la Justicia, pero ¡qué miedo!”.

El Título VI de la Constitución, ‘Del Poder Judicial’, otorga a jueces y magistrados un poder omnímodo en el ejercicio de su potestad jurisdiccional. Bien es cierto que el procedimiento permite recurrir en cascada y que los daños causados por error judicial y por el funcionamiento de la Administración de Justicia pueden dan derecho a indemnización, pero los daños personales no sólo en el plano material, sino personal pueden ser irreversibles. Hay que tener en cuenta que el obligado deber de colaborar requerido por jueces y tribunales en el curso del proceso le lleva a cualquier persona a una situación de sumisión, en el que la capacidad de oposición se ve muy reducida por lo general. 

Lo que si he vivido en los últimos dos años son tres experiencias de personas cercanas con la Administración de Justicia, que paso a relatar. La primera, la más grave, el yerno de un amigo mío fue acusado de asaltar una sucursal bancaria a más de 600 kilómetros de su domicilio. Unas imágenes del sistema de vídeo ponían de manifiesto que el atracador podía ser él. Sólo el buen hacer de su abogada y una prueba convincente de una factura de ese día de una venta realizada por él en su negocio, y el reconocimiento de su cliente, le evitaron males mayores. Ni que decir tiene la angustia por la que pasó la familia hasta que se dictó sentencia. Un sobresalto que deja huella presente y futura en el estado anímico de quien lo sufre. 

En el segundo caso, un auto del juzgado en cuestión estableció una fianza desproporcionada para la capacidad económica y el patrimonio de la persona “investigada”. Una condena de hecho, sin haber sido juzgado el hecho. Si tenemos en cuenta que la Justicia es lenta y que la sentencia firme se puede producir con facilidad diez años más tarde de los efectos del auto, ante posibles recursos, el juez o magistrado en cuestión puede condenar o conducir al ostracismo económico y a la indigencia no sólo a la persona que se juzga sino a toda su familia, ya que automáticamente quedan embargadas sus cuentas, sus bienes y sus derechos patrimoniales, salvo los asignados con carácter asistencial. Nadie está exento de este riesgo. Por eso cuando uno escucha voces de que se “joda”, no deja de pensar en el poco respeto que algunos tiene al principio de presunción de inocencia, y el deseo de que estas personas, más bien ignorantes, pasen sólo un ratito por ese trance. Mucho más si encima la Justicia mantiene posiciones contrapuestas sobre el caso juzgado. 

El tercero es más de andar por casa, pero no por ello menos importante para el afectado. Un buen día te cita un juzgado como “investigado” a una determinada hora y te informa que debe ir acompañado de un abogado que elijas o bien de un abogado de oficio para declarar sobre un tema que desconoces. Esa situación representa un fuerte sobresalto para quien es consciente de estar ajeno a cualquier proceso judicial. Intranquilidad que se complica cuando además te tienes que desplazar de ciudad y debes suspender la consulta de 35 pacientes citados de un día para otro para cumplir con el deber de colaboración con la Justicia. El sobresalto se vuelve en indignación cuando observas que te citan para un hecho sustentado en tu actual número  de teléfono fijo, cuando no era tuyo, y encima la compañía telefónica ha certificado al juzgado que te fue asignado con fecha posterior a los hechos investigados, según consta en las diligencias, cuando estas se leen. Si encima la actitud es displicente con un claro mensaje de superioridad, y se carece de sensibilidad para explicar el contexto de lo sucedido. Apaga y vámonos.

Con el relato de estas tres situaciones en ningún caso se quiere cuestionar el funcionamiento general de la Justica española. Pero sí cuestionar su falta de sensibilidad y, si me permiten, seguridad jurídica en algunas actuaciones concretas que no constituyen la norma general de actuación. Ante la duda y la falta de pruebas constatables con certeza absoluta los que administran Justicia deben ser conservadores en su actuación. Los ciudadanos de a pie respetamos y acatamos la aplicación de Justicia, pero nuestra relación en el plano civil con los jueces es de igualdad. Ellos deben pensar cuando la imparten en sus efectos no sólo materiales, sino personales. Y pensar siempre si la están aplicando con equilibrio y neutralidad, de forma ajena a los intereses y presiones externas. Quizá un nuevo marco jurídico puede ayudar a prevenir los efectos descritos, pero al final no olvidemos que los jueces no dejan de ser personas.          


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